viernes, 5 de febrero de 2010

Los guerrilleros de 1810

16-septiembre-2008
Claro ejemplo de que la historia la escriben los vencedores, la celebración de hoy en México es, a la distancia, un quemadero de incienso a los héroes (guerrilleros) “que nos dieron Patria y libertad”, según reza la frase hecha.
Morelos, Allende, Hidalgo, doña Josefa Ortíz de Domínguez y demás compañeros de viaje fueron considerados en su momento por el poder como conspiradores, sediciosos, ruines, agitadores, guerrilleros, terroristas, delincuentes, violadores, robavacas, gavilleros, traidores y miles de adjetivos negativos más a los ojos de la Corona, que veía con malos ojos a este grupo de revoltosos criollos liberales.
Al principio, los líderes del movimiento armado ni siquiera se propusieron independizar al país, sino apoyar a Fernando VII como rey de España, pero todo se descompuso y devino, ya de paso, en la emancipación de México. Al escribirse la historia oficial, la de bronce, la de las estatuas, se dotó a los alzados como seres visionarios que soñaron con romper las cadenas coloniales que nos sojuzgaban y darnos rumbo como nación independiente.
El guerrillero de antes resultó ser el héroe después.
Este acomodo de hechos para hacerlos encajar con una gesta heroica es similar a la que habría de darse cien años después con la Revolución mexicana, según concluye provocativamente Macario Schettino, cuando a partir de un movimiento armado irregular, con serios vaivenes ideológicos, el cardenismo crea una construcción simbólica única que dota de legitimidad a los ganadores de aquella sucesión de enfrentamientos: La Revolución Mexicana, así con mayúsculas, articulada por un Nacionalismo Revolucionario tan ancho que cupieron en él desde la educación socialista de don Lázaro hasta el neoliberalismo de Carlos Salinas de Gortari (del que ahora sorprendentemente reniega).
En ambos casos se ha desinfectado a los movimientos armados de su inevitable dosis de violencia, de muerte, de armas, de sangre, de pleito, de zozobra, de angustia, de actos de barbarie, de decapitados (como los de la Alhóndiga de Granaditas), pero también de actos de nobleza suprema que debieron darse en esos aciagos tiempos.
Poco se habla también de estrategias militares, de cercos, de tomas de ciudades, de declaraciones de guerra, de atentados, de sabotajes, de puentes volados, de explosivos, de fusilamientos, de ingeniería guerrera, de balas, del tráfico de armas que surtió a los rebeldes, de la tecnología de la muerte que siempre acompaña a las guerras.
La construcción ideológica es, en ese sentido, tramposa, pues evita reconocer la cimiente guerrillera de aquellas gestas, a riesgo de ensalzar a los actuales grupos armados.
Aun así, no creo que sea tarde para revisar lo que en realidad le debemos en el pasado a los guerrilleros, a los insumisos, a los que en algún momento concluyeron que la posibilidad el cambio por la vía pacífica estaba cancelada y que por fuerza de su obstinación nos hicieron avanzar como país independiente. No como una apología de la violencia en todas sus formas y tiempos, sino como el reconocimiento de que no toda rebelión armada resulta estéril.
Es regla mundial que las historias oficiales sean maniqueas. Navegan en escenarios de buenos y malos absolutos, de villanos irredentos y héroes sin mancha. Blancos y negros, sin los indispensables grises que le dan volumen y mayor humanismo a una historia hecha por hombres de carne y hueso, con defectos y virtudes.
Revisemos nuestra historia y analicemos con cuidado y ponderación nuestro actual proceso político y social, para no llegar a conclusiones tan maniqueas como la de la historia oficial. Por lo que a nuestro tema respecta, no hay guerrilleros absolutamente perversos ni absolutamente impolutos; son tan buenos y malos, tan sabios y tontos, tan nobles y mezquinos, como nosotros mismos. Así es la historia, porque así es la vida.

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