30-julio-2009
Ayer, en el contexto de la presentación pública de los presuntos secuestradores de su hija, Nelson Vargas hizo varios emotivos llamados a la sociedad para que denuncie tales casos, confíe en las autoridades, no acuda con negociadores privados, pero también para que “los derechos humanos no se metan” en el juicio a los de la banda de Los Rojos, porque, palabras más, palabras menos, dijo que éstos (los secuestradores) no son humanos, son animales, y porque en la cárcel los cuidan y hasta entorpecen los juicios.
Respeto el contexto emocional de la declaración, así como la rabia e indignación de los familiares de la víctima (todos ellos a su vez también víctimas de los plagiarios). Sin embargo, no se puede pasar por alto el hecho de que el discurso contrario a los derechos humanos tiene su origen, por lo general, en una engañifa de policías y autoridades, quienes prefieren actuar sin la vigilancia de visitadores y testigos de sus tropelías.
Ninguna Comisión de Derechos Humanos, ni la federal ni las estatales ni las no gubernamentales tienen como tarea sacar criminales de la cárcel y hacer su vida más llevadera, ignorando sus delitos. Han sido creadas para salvaguardar a los ciudadanos mexicanos -todos- de los abusos de la autoridad; punto.
En efecto, buscan garantizar que se realicen juicios justos y apegados a derecho, lo cual es muy distinto a procurar defensa y bienestar a los delincuentes. Esto es falso y conviene a policías y jueces venales difundirlo, para pretextar ante los involucrados en un caso que, si por ellos fuera, serían más duros con los criminales, “pero no nos dejan”, “nos amarran las manos”. En realidad les estorban los derechos humanos.
Años de excesos de parte del Ejército mexicano, de policías federales y locales llevaron a la creación de estas figuras juridicas, para poner un alto a los abusos de autoridad, a las torturas, a las incomunicaciones, a las desaparciones forzadas de personas, a las acusaciones injustas, a los procedimientos viciados de un sistema judicial corrupto como lo es todavía el nuestro.
Años de dictadura priísta, la guerra sucia de los años 70 y la criminalización de la protesta social en las décadas siguientes obligaron a la sociedad a procurarse mecanismos civilizados de contención y defensa contra los crímenes cometidos desde el Estado contra ciudadanos inermes o detenidos por motivos políticos.
Que los abogados de los criminales apelen al expediente de ampararse en organismos de derechos humanos para proteger a su cliente y hacerlo pasar como una blanca palomita víctima de un Estado opresor es un recurso común, pero por lo general fallido si no hay correspondencia en los hechos.
Una investigación sólida, científicamente documentada, sin agresiones físicas innecesarias, tiene como destino –cuando menos idealmente- un resultado justo. No sabemos de casos donde “los derechos humanos” hayan sacado a narcotraficantes o a extorsionadores de prisión, ni de haber procurado la liberación de ningún peligroso secuestrador. (En cambio cuántas veces hemos sabido de jueces que se venden al mejor postor para liberar criminales)
Hay protocolos internacionalmente aceptados, como el de Estambúl, para conocer y erradicar prácticas de tortura y contrarias a la dignidad humana, que son de de universal aplicación, y que no están diseñadas para atenuar penas o abatir condenas. Procuran, en todo caso, que la animalidad mostrada por los delincuentes no cunda en la sociedad y regresemos a los tiempos de la “ley del talión”.
Por supuesto hay organismos de derechos humanos de todo tipo, dirigidos de manera desigual, con cabezas más o menos respetables, más o menos protagónicas, pero cuya misión siempre será la de ser un dique ante abusos y no facilitadores del crimen.
viernes, 5 de febrero de 2010
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