19 febrero 2015
ESTRICTAMENTE PERSONAL
La participación de la Iglesia Católica en los movimientos armados en
México no es inusual. Desde Miguel Hidalgo y José María Morelos en el Siglo
XIX, hasta quienes sirvieron como correos e intermediarios de las guerrillas
rurales de Genaro Vázquez Rojas y Lucio Cabañas en los 60s y 70s, y el obispo
de San Cristóbal de las Casas, Samuel Ruiz, que en los 90s apoyó al EZLN con
dinero mientras los dominicos articulaban las redes de insurrección y las
monjas marinol compraban las armas para los zapatistas en San Francisco,
California, que introducían a través de las redes religiosas a México. La
opción de los sacerdotes católicos por la lucha armada como camino para el
cambio en México nunca se detuvo, como en Guerrero, donde desde hace juna
década dos sacerdotes son parte central de los intentos insurreccionales en
aquél estado.
Desde hace años, los aparatos de seguridad del Estado Mexicano siguen
los pasos de los sacerdotes Mario Reynaldo Campos Hernández y Hugo Melitón
Santillán Cantú, cuyo expediente también es del conocimiento de la Nunciatura
Apostólica, que es el equivalente a una embajada de El Vaticano. Los dos
trabajan en Tlapa, en la región de La Montaña, que es el punto de encuentro de
los actores que se levantaron en contra del Estado Mexicano desde octubre
pasado al iniciar una guerra sofisticada donde el vehículo para el cambio no
son las armas, sino las conciencias. Atrás quedó la retórica de “la lucha
contra el Estado burgués”, una proclama desgastada que polariza, y dio paso al
reclamo de justicia por la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa,
que es una causa incluyente, aglutinadora, legal y legítima.
Los dos sacerdotes han sido vigilados permanentemente desde hace casi 15
años, pero nunca se ha interferido con sus actividades. Campos Hernández se
volvió miembro del Centro de Derechos Humanos de la Montaña “Tlachinollan”, en
donde se encuentran los abogados de los familiares de los normalistas
desaparecidos, que es uno de los vectores de por donde cruzan las fuerzas
insurreccionales en Guerrero, en 1994, y desde 2000, fue identificado en los
expedientes gubernamentales como un promotor y reclutador de cuadros para el
EPR y su escisión ERPI en el municipio de Malinaltepec. Santillán Cantú, tomó
la opción guerrillera en 1996, al declararse a favor del EZLN, y fue
vinculándose a los movimientos armados en su estado, y en particular con el
Comandante Emilio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias-Liberación del Pueblo,
desprendida también del EPR.
A principio de junio de 2013, los dos encabezaron una reunión en el
municipio Xalpatláhuac, también en La Montaña, donde expusieron sus planes para
armar un nuevo movimiento armado al margen del ERPI, que hasta antes del crimen
de los normalistas de Ayotzinapa era la guerrilla dominante en Guerrero, por
diferencias tácticas con el comandante eperrista, Beto, y los líderes de la
Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero, los hermanos Bruno y
Cirino Plácido Valerio. Los sacerdotes fueron promotores y respaldaron la
creación de las policías comunitarias, que se encuentran enfrentadas con los
hermanos Plácido Valerio, quienes las consideran “grupos paramilitares”.
Los vasos comunicantes entre todos ellos han sido extensos a lo largo de
los años, y de acuerdo con funcionarios guerrerenses, las diferencias siempre
son menos grandes y profundas de lo que parecen. Esto explica, por ejemplo, que
las alianzas entre esos grupos y los sacerdotes se alteren con regularidad,
porque al final buscan el mismo objetivo, que no haya presencias exógenas en
esa región –por ejemplo, todos se oponen a las mineras y a los proyectos
ecológicos-, y que mejoren las condiciones de vida de los guerrerenses.
En noviembre de 2013, por ejemplo, Santillán Cantú urgió a los
pobladores de Malinaltepec a organizarse en contra de las mineras. Un año antes
en Tlapa, Campos Hernández afirmó ante sus fieles: “Los pueblos indígenas deben
seguir exigiendo sus derechos porque se quiere engañar a los pueblos dándoles
espejitos a cambio de que se establezcan los proyectos mineros, lo que
únicamente traerá muerte para el ser humano”.
La pastoral social es persuasiva. Santillán Cantú, inclusive, ha pedido
a los sacerdotes a preocuparse por los problemas políticos, sociales,
culturales e ideológicos, y no únicamente a los religiosos. En Guerrero siete
de cada 10 habitantes no pueden cubrir sus necesidades básicas de alimentación
–el 20% de los niños sufre desnutrición-, vivienda y educación. Pero en la
región de La Montaña, 65.3% sufre pobreza alimentaria, 71.8% no tiene los
recursos para acceder a servicios de salud y educación, y el 84.8% no posee
patrimonio propio. Es una zona sin futuro. El 40% de su población son
analfabetas, pero el 85% de los mayores de 15 años, ni siquiera terminó la
primaria.
Con una población condenada a la miseria, la voz de los sacerdotes, que
a la perspectiva espiritual se le suma la demanda material, es poderosa. Campos
Hernández y Santillán Cantú no tienen imputaciones que busquen lucro o bienes
materiales en sus expedientes. Están en la lógica de la opción por los pobres y
del cambio, y confluyen con los grupos insurreccionales tras décadas de
abandono institucional. Puede criticarse su método para el cambio, pero no el
objetivo. La insurrección en Guerrero sí tiene un origen real, la marginación,
que no se ve cómo resolverse. Esta parte de la ecuación nadie puede olvidarla.
Ni el Estado Mexicano, ni El Vaticano.
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