02-julio-2009
Es común que a los académicos y periodistas que escriben del tema de los grupos armados se les suela o chotear (“ahí andan tus amigos del EPR”) o acusar (“escribir de guerrilleros es hacer apología de la violencia”). La última vez que escuché la especie fue en una entrevista que le hicieron a Héctor Aguilar Camín, a quien le parece que dicho fenómeno no debe ser analizado, estudiado, entendido, sino simplemente ser mandado a la nota roja, donde los protagonistas son los criminales.
Hace poco me contaron que en una redacción se volvió a escuchar el argumento: “Es que si publicamos un análisis de tal grupo, parecería que los estamos apoyando…” y fin del artículo que no llegó a imprimirse en letras de molde.
Me queda claro que en un estado democrático de derecho, la única vía legalmente reconocida para regular el juego político y nombrar funcionarios es la electoral, y que toda otra propuesta que implique el uso de la violencia es mayoritariamente descartada por la sociedad, que en mayor o menor medida recahza la violencia como ariete del cambio social.
Tampoco se puede decretar por vía de la negación la inexistencia de un hecho social y político, por más que nos incomode. Es mejor entender sus resortes y motivaciones, por más que puedan parecer erradas las premisas en las que sustentan su accionar.
Las sublevaciones de los pueblos son consustanciales a la existencia del hombre. México ha sido testigo de muchos levantamientos armados a lo largo de su historia y cuando menos dos lo transformaron: la Independencia de 1810 y la Revolución de 1910 (el marketing posterior del que habla Macario Schettino es otra cosa). Después de eso, historiadores y periodistas serios han documentado la larga línea de continuidad de movimientos y grupos armados, inconformes con el régimen post revolucionario que dominó la mayor parte del silgo XX y con los que han encabezado la hasta ahora fallida transición democrática de la primera década del XXI.
Como en todo, no se puede hablar de un movimiento subversivo homogéneo. Ha habido de todo: campesinos que se autodefienden de brutales cacicazgos locales y del olvido de miles de años; respetables universitarios que abrevaron radicalismo en las aulas; acelerados sin ton ni son a los que se les hace fácil salir a “matar burgueses”; resentidos sociales irredentos cegados por el odio; obreros cansados de su mísera existencia diaria y de los sermones de que la justicia la tendrán en la Vida Eterna; criminales que justifican sus acciones con un discurso justiciero para lavar sus culpas; grupos paramilitares; minorías dignas que sienten que ya no tienen nada qué perder pues la sociedad todo les ha quitado, etcétera.
Hay quienes se dedican a entender los matices que hay entre cada organización, su discurso, su ideología (si la hubiere), si se justifican sus acciones y, al final, de intentar la evaluación de su propuesta armada. Hay quien se pone a analizar el contexto, área de influencia, problemática de la región, número de militantes, su posible base social. Se ponderan hasta los argumentos filosóficos y morales que blanden para justificar el uso de la fuerza; por qué matar y morir por un ideal político.
Eso si hablamos desde los puntos de vista académico y periodístico, que son muy útiles para avanzar en el conocimiento de los mecanismos sociales. Porque que no es posible negar que también hay trabajo de inteligencia, encargado de hacer radiografías similares de los grupos armados, pero desde una perspectiva policiaco-militar, que al concebir a tales entes como focos rojos para la seguridad nacional y una amenaza para integridad del Estado, tratan de desactivarlos y aniquilarlos.
No dudo que al calor del análisis y de estar en contacto con discursos que describen y exhiben injusticias y rezagos, haya quienes se entrampen en una dinámica maniquea, donde sólo haya guerrilleros buenos y Estado malo, o viceversa, lo que suele generar textos que más que informes académicos o notas periodísticas equilibradas acaban siendo panfletos o propaganda acrítica de uno u otro bando.
Todo análisis social tiene que lidiar con una realidad compleja, donde los absolutos no existen y donde debe haber un mínimo de equidistancia respecto de los hechos, para saber trabajar sólo con datos duros y no nada más con emociones. Tarea difícil, en tanto llevada a a cabo por seres humanos de carne y hueso, pero que se tiene qué hacer para buscar soluciones constructivas –no policiacas, no militares- a problemas concretos de la sociedad.
Si de apología de la violencia se trata, creo que hay muchas otras cosas de nuestra vida cotidiana que pueden caer en dicha categoría, y que pocos critican, tales como los discursos mediáticos (programas, chistes) que glorifican el machismo, la discrminación hacia las mujeres, los discapacitados, los niños y que abren la puerta al bullyng, a la violencia intrafamiliar o a ataques sexuales; regalar armas de juguete a los infantes; transmitir narco corridos; reproducir por cualquier medio narcomantas y narcomensajes; vender nota roja de la peor realea, que explota el morbo y las bajas pasiones; programas de televisión y películas con escenas de saña y sadismo extremo para que la gente se solace en ver cómo muere una persona, se desangra o es torturado; las corridas de toros. Esto sí que fomenta la violencia, la desunión familiar y las agresiones en la sociedad.
viernes, 5 de febrero de 2010
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