2 marzo 2010
De todo lo que se ha dicho de Carlos Montemayor tras su muerte, me quedo, por afinidad de ideas, con lo escrito ayer en EL UNIVERSAL por Laura Castellanos, porque abrevamos de lo mismo.
Tras el alzamiento zapatista en 1994 comenzamos, como muchas otras personas en el país, a hurgar en los anales de la historia no contada de la guerrilla y la guerra sucia en México. Las referencias bibliográficas eran mínimas, los testimonios escasos, los documentos inexistentes.
Sólo Guerra en el Paraíso, de Montemayor, arrojaba algunas luces sobre el movimiento guerrillero de Lucio Cabañas. Estaba narrado en tono de novela –extraordinaria novela-, pero me desesperaba no saber dónde comenzaban los hechos reales y dónde los ficticios.
Aun así fue un libro de cabecera para mi generación, que aprendió a conocer una parte de la historia no contada oficialmente de la guerrilla, de lo que sucedió cuando yo era niño de primaria, de las monstruosidades de un régimen que acalló la inconformidad con una máquina de sangre.
Insistía en su tesis de que la violencia popular tiene su origen en una violencia precedente: la del Estado, la de las injusticias, la impunidad, las de las vejaciones a campesinos, indígenas y obreros.
Desde entonces la figura de Montemayor fue vital para entender ese México bronco que, para nuestra sorpresa, seguía despierto, actuante, clandestino pero vigente: la guerrilla recurrente.
Había que leerlo. Era referencia obligada. Cuando menos en los textos donde abordaba la violencia de Estado y las subversiones: Los Informes secretos, Las Armas del Alba, el mejor relato del asalto al cuartel de Madera, Chihuahua, en 1965. Cada texto suyo en La Jornada era obligado.
No participó activamente en la elaboración de México Armado (editorial ERA), aunque supimos después de su complacencia por el mismo; tanto, que nos honró con la redacción del prólogo de la edición en francés del mismo, que ya está en circulación en el Viejo Continente.
Confieso que no seguí al Montemayor lingüista, ni al poeta, ni al melómano. Su disertación en dos partes sobre la etimología de la palabra “gandaya”, me dio flojera. Me contaron de varias veladas donde él interpretaba arias de ópera y piezas de Manuel M. Ponce, en las que no envidio haber estado.
Sin embargo, creo que la mejor enseñanza que dejó no quedó por escrito. Fue intangible y se materializó desde el viernes pasado en que se anunció su deshaucio. Su congruencia humana e intelectual, capaz de hacer que amigos y enemigos doblaran su cabeza ante su féretro.
Se hizo respetar por propios y ajenos. Pocos mexicanos han sido capaces de despertar esta genuina emoción aguda de pérdida y reflejarla en público y en privado; lo mismo en medios de comunicación alternativos que en la gran prensa comercial; lo mismo de socialdemócratas que de rebeldes alzados en armas.
Sin dinero, sin agencias de relaciones públicas, a puro golpe de ideas y congruencia ideológica se forjó una presencia de hombre recto que ya muchos quisieran –quisiéramos- en este país.
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